De cómo Madrid llegó a ser una capital sin museos de arte contemporáneo

Yo pertenezco a ese grupo de idealistas que creen firmemente en la gran importancia de la cultura. Para mí la creación artística, entre otras formas de creación y de reflexión, es necesaria para el desarrollo de una sociedad, so riesgo de superponer estructuras sociales y modelos de vida incompatibles, perder la noción de un proyecto histórico/político, o someter al colectivo a fuerzas centrífugas. So riesgo, finalmente, de llegar a desconocerse a sí mismo tanto como para perderse. La cultura, entendida como civilización, está siempre en un equilibrio precario, sometida a fuerzas cuyo origen puede ser remoto y cuya acción puede ser imperceptible. Sin embargo muchos artistas de mi generación y siguientes, aquí en la meseta, viven convencidos de que el arte ya sólo es un apéndice de la publicidad, y que es ésta la que se encarga de generar las nuevas representaciones de la sociedad. Una teoría que me hace dudar de sus abrevaderos intelectuales, más que nada. Otros, llegando más allá en su análisis, han formulado este silogismo: premisa 1era: el arte lo pagan los ricos; premisa 2da: todos los ricos son malos; 3era; conclusión: el arte es malo (=sólo puede estar del lado de los malos, para diferenciar la valoración de tipo ético-político de un criterio de calidad que escinde el objeto artístico fetichizado de su distribución y consumo).

Los políticos españoles, al contrario que los jóvenes creadores, creen firmemente en la capacidad subversiva del arte, y por esta razón ejercen un control directo y riguroso sobre sus canales de distribución. Aquí fue sonado el cierre del CASA (algo así como Centro de Arte de Salamanca), por orden de un alcalde que no entendía, pasada ya la capitalidad cultural de esta ciudad, la necesidad de seguir conviviendo con el enemigo. Pero en realidad lo de Salamanca es sólo un botón de muestra. El intervencionismo de los políticos en cultura es una de las muchas herencias del franquismo. Como ya he señalado en otro sitio, la “intransición” cultural del estado neobarroco de los 70 al postmoderno de los 80 dejó sin hacer un análisis serio de cómo se estaba articulando esa (post)modernidad. El intervencionismo va desde la negativa de un concejal de una ciudad del área metropolitana de Madrid a subvencionar una revista juvenil, porque sus contenidos son contrarios a la doctrina de su partido, casualmente conservador, a la implantación de criterios morales en la política cultural de la Comunidad de Madrid.

Conozco miles de anécdotas relacionadas con la censura de inspiración católica que se ejerce en los museos españoles, aunque evidentemente carezco de documentos que las avalen. Pero las exposiciones del Reina Sofía son suficiente testimonio: la mayor parte de su programa en los últimos años se ha movido en territorios fronterizos, como la ilustración o la moda. Paralelamente, y contradictoriamente, una fiebre de construcción de museos de arte contemporáneo ha cundido por todo el estado, y en unos pocos años se está creando una red que en otros países de nuestro entorno ha llevado un siglo desarrollar. Son más de 25 los museos que se están inaugurando desde mediados de los noventa. Muchos de ellos, tememos, sin una orientación clara y sin personal cualificado. Pero sobre todo, son museos que deben desarrollar su programa en un paisaje de desolación cultural, desarticulación crítica, incoherencia política, etc.

La fiebre de construcción de museos, incluida la ampliación del Reina Sofía en Madrid, firmada por Jean Nouvell, se conoce como efecto Guggenheim. Y hay varios factores concomitantes en este frenesí, que no son necesariante artísticos. Por una parte el edificio de vanguardia, firmado por un arquitecto de renombre, se ha convertido en un símbolo de la prosperidad de las ciudades españolas. El objetivo no es fomentar la creación artística desde la base, sino marcar el tejido urbano con un icono de modernidad y poder. También se ha constatado la capacidad de estos edificios para regenerar áreas deprimidas de las ciudades, impulsando un proceso de “gentrificación” que revitaliza la industria de la construcción y revaloriza el suelo. En el caso de Guggenheim éste era un objetivo expreso, como lo es en Forum Barcelona. En el caso del Reina Sofía no es expreso, pero sí evidente: Lavapiés ha sido cercado con centros culturales de alto presupuesto, y poco a poco la presión inmobiliaria irá expulsando a los vecinos de menor renta. Otro aspecto es sin duda el negocio directo de la construcción de los edificios. Se trata de obras muy caras, y me imagino que reciben recursos de fuentes muy variadas, incluidos fondos de la Unión. Esto ocurrió con los centros culturales de pueblos y pequeñas ciudades en los 80. La construcción se financiaba con recursos comunitarios y los contratistas eran locales. Como es de suponer luego no se dotaba un presupuesto para su funcionamiento, y con la tendencia privatizadora de los 90 muchos han acabado siendo, de hecho, bares. Pero debo decir que desconozco los detalles.

La erosión cultural de la sociedad española, sobre todo en las comunidades hispanohablantes, es un hecho notorio, que vimos detonar durante la edición de ARCO 2004 en una farsa artístico-urbana llamada Madrid Abierto. La incoherencia del planteamiento general y la bajísima calidad de las obras expuestas produjo, por primera vez en varios años, una intensa reacción de la crítica. La desertización es tal que ha llegado a convertirse en un problema de estado. Los gobernantes españoles, cada dos o tres años, se preguntan desesperados el por que de la invisibilidad de los excelsos frutos de la creación patria en los grandes foros internacionales. Es excepcional la participación de artistas españoles en Documenta, en las exposiciones curadas de Venecia, o en el resto de las bienales. Y cuando hay algún español por regla general o es un exiliado, o es alguien marginal en los circuitos locales. Por poner un ejemplo, en la última bienal de Venecia, en l’Arsenale, entre cientos de artistas de todo el mundo sólo estaba Santiago Cirugeda (Alicia Framis figuraba como holandesa, ya que además de en Utopía Station exponía en el pabellón holandés). El número de mexicanos, por establecer una comparación, creo que superaba la media docena.

Evidentemente esto no es una liga de fútbol, y cuando vemos una exposición no nos importa demasiado de donde vienen los artistas, sino si son buenos. Pero cuando la situación es extrema uno, que la padece, se preocupa. En el caso de la última Bienal de Venecia la falta de artistas españoles en l’Arsenale o en las exposiciones de Bonami quedó solucionada con una inteligente iniciativa del ministerio de Relaciones Exteriores: se alquiló un edificio junto a Rialto, se montó una exposición con los jóvenes valores del arte español, y se celebró una inauguración a la que asistieron los artistas, los organizadores, algunas personas vinculadas a los artistas, funcionarios de ese mismo ministerio, dos conocidos personajes del arte mexicano, cuyas maletas se habían perdido, y mi mujer y yo, que debíamos encontrarnos allí con el citado maestro Cirugeda, para ir luego a la fiesta que el ministerio, con incomparable sentido del humor, había preparado para Santiago Sierra en la Antigua Prisión Militar de Venecia. Digo lo del sentido del humor porque Santiago salió de España en el 95 con un citación judicial por insumiso (rechazaba cumplir el servicio militar), y de haberse quedado aquí seguramente habría tenido que cumplir condena en una prisión... militar!

La política de difusión internacional del arte español ha estado llena de iniciativas disparatadas: “Big Sur”, “El real viaje real”, el programa llamado “Arte español para el exterior”... Este artículo no trata sobre tan jugoso tema, pero para llegar a entender cómo Madrid se quedó sin museos de arte contemporáneo hay que tener una visión general del “paisaje institucional” en que nos movemos.

La primera (Berlín 2002) estaba compuesta sobre todo por fondos del Reina Sofía, y el director del museo, J.M. Bonet, la presentó con las siguientes palabras: “Ésta es la operación más importante de un impulso generacional en el ámbito internacional”. La crítica alemana la despedazó de tal manera que ni los medios afectos al gobierno se atrevieron a defenderla. Al margen de que entre los artistas los haya mejores o peores, era una selección muy amplia, la exposición debía ser incomprensible. El título, con referencia a Kerouak y todo, lo es. El resultado, además de entorpecer la carrera internacional de alguno de estos artistas, la mayoría no tienen posibilidad de tal cosa, es que las inversiones en arte de los 90 del Reina Sofía han quedado en entredicho.

La segunda (Nueva York y Valladolid 2003 – 2004) empezó con una discutible elección: Harald Szeemann, que ni era experto en arte español ni había trabajado anteriormente en Nueva York (creo que en Valladolid tampoco). Szeemann incluyó a toda la modernidad joven del aznarismo, pero también a algunos cuerpos extraños y, lo que es más importante, a varios artistas latinoamericanos, con lo que la exposición se convirtió en una muestra de arte latino. El ministerio, aplicando las mismas tácticas que en Venecia, consiguió con dinero lo que no se ha conseguido con razones, y alquiló en PS1 para la exposición. Creo que si lo hiciesen todos los años, aunque lo hiciesen siempre igual de mal, finalmente conseguirían no sólo atraer la atención de los neoyorquinos, sino también que algunos artistas españoles agarraran la onda. Pero el carácter excepcional de este tipo de acciones las hace doblemente inútiles. No he reunido recortes de prensa de Nueva York, pero por lo que sé la exposición pasó desapercibida.

La tercera es el plato fuerte. Recomiendo muy especialmente visitar la página WEB de “Arte español para el exterior” (http://www.seacex.com/11_00.cfm ) Ésta ha sido quizás la mayor inversión que se ha realizado en difusión cultural en los últimos años. En la memoria editada por la SEACEX de detallan hasta los centímetros cuadrados de prensa conseguidos, pero llama la atención que no se señale ninguna, pero ninguna, aparición en revistas especializadas internacionales. El conjunto de artistas seleccionados en este programa, los lugares donde se celebran las exposiciones, y el contraste con las dos exposiciones citadas anteriomente, sólo pueden llenarnos de asombro. Mi conclusión es que el programa no pasa de ser un reparto equitativo del pastel. Lo que aquí se llama coloquialmente un pesebre. Las dos exposiciones anteriores son una necesidad política, de carácter muy efímero; “Arte español para el exterior” es la realidad de nuestra cultura: el reparto de los fondos públicos entre pandillas y amigos.

Mientras en la difusión internacional se desarrollaban tan peculiares políticas, en Madrid hemos asistido a una decadencia prolongada e intensa de la oferta institucional de arte contemporáneo. El declive se inicia en realidad tras la exposición Cocido Crudo, en 1994. Esta exposición, que sigue siendo la mejor que se ha hecho en el Reina Sofía, provocó un auténtico levantamiento nacional, y creo que no hubo en toda la prensa una sola línea favorable. Era una exposición llamada a transformar nuestro panorama artístico, dominado por polémicas incomprensibles como pintura abstracta versus pintura figurativa, o por defensas no más comprensibles de la pintura como expresión artística natural de España, frente a las modas extranjeras (así se referían los críticos, todavía en activo y en posiciones de enorme poder, a la instalación). Y el panorama cambió, pero en la dirección equivocada. Cocido Crudo fue despedazada por un Establishment cultural acomplejado y corrupto, que temía perder sus privilegios y legitimidad si daba paso al arte internacional y a innovaciones que no comprendían.

A partir de entonces el empobrecimiento del arte español, o madrileño, ha sido un proceso imparable. Sin darnos cuenta nos hemos encontrado en una ciudad en la que no hay un solo espacio institucional (no comercial) dedicado al arte contemporáneo. Y no es casual. Por una parte los políticos deben contentar a artistas de tipo tradicional, y a una burguesía conservadora que sigue alucinando con el arte contemporáneo. La concesión del primer premio Velázquez a Ramón Gaya es toda una declaración de principios en este sentido. Gaya, respetado intelectual y pintor figurativo, es capaz de afirmar por escrito algo tan brutal como: El cubismo es, acaso, el 'movimiento' más noble, más pictórico de nuestro pobre siglo XX, pues todo lo que viene después -dadaísmo, expresionismo, surrealismo...- no es más que un constante galimatías falso, artificioso. Completamente inútil, además. Porque la Pintura es siempre ella misma. Esta cita es de un texto del año 97, y debemos considerar un éxito que el maestro haya llegado a conocer el surrealismo. ¡Menos mal que no tuvo noticias de Fluxus!

Un problema de fondo en todo este panorama es la nula revalorización del arte español de determinadas etapas. En especial lo que Umbral llamó el románico-cubista, la pintura y la escultura de la primera etapa del franquismo, anterior al grupo el Paso, que, aunque parezca increíble, hoy no despierta el interés de nadie. Una de las cruzadas de algunos sectores de la “inteligencia” local ha sido la recuperación de este patrimonio. Patrimonio presente en muchas colecciones privadas y públicas, y cuya revalorización es insignificante comparado con los acervos artísticos de cualquier otro país. La recuperación de este arte, por así llamarlo, era uno de los objetivos del mandato de Bonet en el Reina Sofía, y ha sido un fracaso estrepitoso. La recuperación de manifestaciones culturales de la etapa franquista tiene otro significado: extender el mensaje de que la dictadura era un sistema político “anómalo”, pero sin influencia en la vida del país. La cultura es sin duda el mejor ejemplo. De esta manera se legitima la dictadura, y con ella a sus herederos directos. Esta compulsión de la derecha española es tan fuerte, no en vano muchos políticos conservadores son hijos y nietos de políticos franquistas, que el estado español, por ejemplo, aún no ha reconocido oficialmente la existencia de desaparecidos durante la dictadura, pese a las fosas comunes abiertas por asociaciones privadas.

Por último podemos extraer otra lectura política de la gestión de los espacios que más o menos exhiben arte contemporáneo en Madrid. Todos estos espacios son de vocación mixta, y en ningún caso hay una línea curatorial. Vocación mixta quiere decir que una exposición puede mostrar la obra de una artista actual más o menos interesante, y la siguiente la artesanía de las tribus tártaras en el siglo VII. Este sistema equipara la creación artística con otras formas de expresión visual, como la alfarería o la moda, y la ofrece además de una manera desarticulada. El público accede a la obra de arte en un marco inmarcesible, con perdón, que abarca en una misma categoría a las tribus tártaras, la moda de los años 50, el trabajo de ONG’s para el desarrollo, los videos de Pipiloti Rist y los trabajos de ilustrador de Juan Gris en los años 20.

La obra de arte se ve así desprovista de cualquier potencial crítico, político o innovador, y convertida en un accidente más dentro de una maraña de signos privados cuidadosamente de gramática. La táctica de entremezclar categorías distintas en una línea argumental es un recurso típico de los demagogos y los polemistas baratos.

Para el que el turista mexicano se pueda orientar, los centros de la vanguardia en Madrid son el Reina Sofía, museo estatal, el centro cultural Conde Duque, de titularidad municipal, la Casa Encendida, de Caja Madrid, el Círculo de Bellas Artes, entidad privada pero mantenida con patrocinios de la Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento.

La carencia de una red museística en condiciones se suple en Madrid con ARCO, la feria de arte contemporáneo. Y aquí llegamos a una nueva y aún más sorprendente patología. ARCO ha asumido, en sus casi 25 años de historia, el papel de una red de museos, de una bienal y de un congreso teórico. Sin embargo ARCO no es una exposición, es un feria. Como sus organizadores dicen, la feria de arte más visitada del mundo: 200.000 personas en su última edición.

Al ser la única oferta en este patético panorama, ARCO capitaliza un público no comprador, sino espectador, que busca información sobre la actualidad artística internacional. Lo que encuentra el visitante no especializado es, lógicamente, una gran confusión, porque en ARCO no está representada la creación actual, sino las tendencias del mercado español. Pero para las instituciones es una solución óptima, ya que además de cubrir el expediente es barato: los expositores pagan sus stands, los visitantes unas caras entradas (sobre 25 euros), y en una semana se satisface la demanda de modernidad de la sociedad. Las actividades parelelas normalmente dejan mucho que desear, y el llamado Foro de Expertos condensa en cinco jornadas más de cuarenta mesas redondas con la participación de más de 300 expertos. La entrada a estas mesas cuesta unos 30 euros, de manera que por regla general hay poco público, aunque las cifras oficiales hablan de más de 4.000 asistentes; ¡casi 90 por mesa, en salas con una capacidad por debajo de las 50 plazas! El Foro de Expertos cubre también el expediente, de manera que hace inútil plantear algo como el SITAC en Madrid, pero en realidad no aporta nada a la escena artística madrileña, y se ahoga en su propia sobreabundancia y desorientación.

Como en el caso de los centros de arte, aquí también podemos extraer conclusiones de carácter político: la percepción de arte contemporáneo que se ha implantado en Madrid en estos años es eminentemente comercial. Las técnicas, los formatos, los soportes, se remiten directamente a modelos aprendidos en los pasillos de una feria, no en las salas de un museo o en espacios experimentales. El arte como bien de consumo, exclusivamente objetual, por supuesto, banalizado, y desligado de cualquier forma de pensamiento crítico. El resultado es penoso, claro, y contribuye a la mencionada irrelevancia del arte español en la escena internacional.

Por otra parte no existe apenas crítica sobre esta situación. El riesgo de perder el favor de quienes reparten dinero y gloria es demasiado grande. La primera iniciativa memorable de sentar las bases de un análisis sobre la realidad artística española está teniendo lugar entre Barcelona y San Sebastián desde hace pocos meses, con el título de “Desacuerdos sobre arte, políticas y esfera pública en el Estado Español” (www.desacuerdos.org ). Es significativo que este debate se emprenda en las comunidades autónomas con más tradición nacionalista, y no tenga réplica en Madrid.

En Madrid, en la meseta, el movimiento es escaso y las tácticas de oposición nulas. En realidad los artistas jóvenes de la capital no están interesados en cambiar un sistema que se presenta a sí mismo como un logro del desarrollo y la democracia. La competición por premios, becas y exposiciones institucionales deja poco espacio para la resistencia, palabra muy poco usada por aquí, y la producción artística, gestada como ya hemos explicado en los pasillos de ARCO, se orienta a una feliz carrera profesional en un mercado local, donde ni la inteligencia ni la originalidad son valores de peso. Pensándolo bien... ¿Quién quiere museos en Madrid?

Tomás Ruiz-Rivas
Publicado en El Huevo, México D.F. 2004
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